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La espiritualidad del líder-misión es una espiritualidad de frontera

Hacia una espiritualidad del líder-misión desde la perspectiva cristiana.


El libro de Josué comienza con una orden del Señor: "Pasa ese Jordán, tú con todo este pueblo, hacia la tierra que yo les doy" (Jos. 1, 2). El Jordán indicaba los confines del territorio que había de ser conquistado, la tierra prometida.


Juan presenta a Jesús atravesando el mismo río pero en sentido contrario al de Josué. Jesús se mueve más allá de las fronteras de su tierra y de la institución judía.


El movimiento inaugurado por él con el mandato después de la resurrección, supera toda frontera.


Es necesario profundizar un poco en esta realidad de la frontera.


La frontera es un lugar, es una situación y, sobre todo, es una opción.


La frontera es el lugar que divide, que marca un límite, que separa lo conocido de lo desconocido, en los otros, en el mundo del trabajo, en la sociedad, en las culturas, en las religiones.


La frontera como lugar es siempre ambigua por la mezcla que la misma comporta. Cuando ella separa las naciones nunca es un territorio definido, es más bien un lugar de continuos intercambios donde se confunden idiomas y acentos; las costumbres y las visiones del mundo se entrecruzan.


En la frontera no somos del otro país ni ellos son del nuestro y, sin embargo, de alguna manera nos sentimos unidos. Hay una comunicación de tanta fuerza (en términos de cultura) que escapa a todos los controles.


La frontera es siempre peligrosa. Cuando las relaciones de nación y nación se resquebrajan, allí acontecen los primeros conflictos, los primeros ataques, los gestos precursores de la agresividad. Por tanto, no es del agrado de todos, conducir una vida en un lugar con sabor de frontera.


La frontera es también una situación. Ella marca la zona que divide la situación de holgado bienestar de aquélla otra de marginalidad. La situación de los privilegiados de la de los desheredados.


La frontera divide la situación que nos es hogareña de aquélla que nos es extraña. La situación definida habitual, de la otra que se insinúa con la novedad y el desafío. La situación de seguridad, de aquélla que implica correr riesgos.


La frontera divide la experiencia de fe de la comunidad en que nacimos, vivimos y crecimos hasta llegar a una opción por Cristo, de otras experiencias de fe comunitarias.


La frontera separa la vivencia cristiana de la iglesia local en que nos congregamos, de otras vivencias cristianas por ésta desconocida.


La frontera divide la realidad de mi iglesia cristiana de esas realidades que son las otras religiones.


Más acá de la frontera encuentro coherencia, claridad, sabor familiar. Más allá de la frontera puedo encontrarme en la incoherencia, la confusión, el tono extranjero, pues la historia de los otros y sus significados no tienen resonancia afectiva.


Más acá de la frontera se siente aceptación. Más allá de la frontera, muchas veces sólo se logra ser algo tolerados.


Más acá de la frontera todo se ve más fácil, más sensato, más obvio. Más allá de la frontera el mundo es más difícil.


A todos les gusta traspasar la frontera más sólo como turistas; como espectadores de un mundo que no será plataforma de una acción permanente y de un compromiso vital. Pocos corren el riesgo de crecer en apertura más allá de las propias fronteras. Por eso, la frontera es también una opción. La opción del líder-misión es ser hombre de frontera. Es la opción de vivir el evangelio en tierra extraña.


El líder-misión que vive una espiritualidad de frontera es quien ha aceptado el mandato de ir (en sentido físico y no sólo espiritual) más allá de sus propias fronteras de cultura, religión, iglesia local. Como el Hijo de Dios que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo. (Flp. 2,7).


Vivir una espiritualidad de frontera es vivir siendo un puente entre la comunidad cristiana y los pueblos de otras religiones para ser voz de la iglesia frente a ellos y voz de ellos frente a la iglesia; y para evidenciar en ellos las maravillas que el Espíritu realiza en la construcción del Reino.


No se trata solamente de ser puente y contacto entre dos culturas. El movimiento misionero parte de un punto anterior a toda cultura —el amor del Padre revelado en Cristo— y llega a un punto que trasciende toda cultura: el hombre como hombre, abierto al hombre. Ningún hombre es un prisionero de su propia cultura. Cada hombre es capaz de recibir un mensaje que llega desde su punto exterior a su cultura y a toda cultura.


Jesús es misionero porque se mueve más allá de toda frontera. Lejos está de ser un símbolo de la propiedad privada con fronteras cerradas, protegidas, insuperables. El no tiene fronteras, ni muros, ni propiedad. (Mt. 12, 48-50; 8, 20).

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